Maipú: 1994 – 2015 (Capítulo Cero y Capítulo I)

Capítulo Cero.

Hoy me habló mi hermano desde Chile para preguntarme qué hacía con unas cajas de cosas y ropa que tuvo que sacar del último lugar en el que viví cuando estaba en Santiago. Fue triste porque eso significó el alejamiento definitivo de lo que yo siempre llamé «mi casa». Es cierto, yo salí hace 3 años de ahí y actualmente tengo lo que podría considerar «mi hogar», con esposa e hija incluso. Pero la casa de Maipú, a la que llegué en 1994, hasta hoy en la mañana y por alguna extraña razón, para mí seguía siendo «mi casa».

Obvio que me dio ene pena y como que traté de disimular, pero no pude y algo anuncié en el post anterior: estaba demasiado triste. No sé si es porque soy demasiado sentimental o porque de toda mi familia fui el único que siempre estuve unido a esa casa por alguna u otra razón, pero me duele saber que la venderán, me duele saber que nunca más volveré a entrar… y lo que es peor, que nunca tuve mi momento de despedida del lugar en el que viví las épocas más felices y tristes de mi vida. Por eso (y yo creo que por mucho más) decidí recordar los momentos más bonitos (y más tristes) que viví en el 0262 del pasaje Quelco, en Maipú. Ahí vamos:

Capítulo Uno.

Llegué a vivir a Maipú en el año 1994, el mismo año que entré al Liceo Alessandri. Tenía 11 años de edad el día que dejé definitivamente La Florida, comuna a la que había pertenecido toda mi vida. Antes sólo había ido un par de veces a Maipú, al Templo, acompañando a una tía que de seguro fue a prenderle velas a la Virgen. También había ido muchas veces a la casa de mi tía Mónica, quien fue la que abrió el camino para que la mayoría de mi familia materna se asentara en la «comuna cuna de la independencia».

No estoy muy seguro, pero por años mi pequeña cabeza de maní guardó la fecha del 30 de enero de 1994 como el día en que dejamos la antigua casa para comenzar una nueva aventura en Maipú.

Todo lo que recuerdo de esa segunda mitad del verano del 94, es el calor y el aire, que según yo, era «puro» y sin contaminación. Es que yo sentía que me había ido a vivir a la playa (igual estábamos cerca), porque el camino para llegar al Litoral Central pasaba a escasas cuadras de donde viviríamos los próximos años.

Recuerdo que muy cerca de la casa había (y sigue ahí, porque no se ha ido), una plaza donde íbamos a jugar con mi hermano hasta que caía el sol. Como las casas eran nuevas aún no funcionaba el alumbrado público y muchas casas todavía no estaban habitadas. Yo diría que fuimos nosotros los que llegamos a fundar el lugar.

Todo esto de sentirnos los fundadores de la villa tuvo un par de ventajas y desventajas. Por un lado nos sentíamos los dueños de la plaza, nos pertenecía, NOSOTROS LLEGAMOS PRIMERO! y los pasajes y calles eran NUESTRAS pistas de carrera por donde pasábamos libremente en bici. También éramos los primeros  en asomar nuestras rodillas peladas y sucias cada vez que veíamos un camión de mudanzas que descargaba muebles de algún nuevo vecino. Pero por otro lado  era una real paja ir a comprar el pan, pues como buenos cabros chicos, éramos los de «los mandados». Sin mentir teníamos que caminar cuadras y cuadras para llegar a la civilización o villas ya pobladas para encontrar un almacén o negocio. Recuerdo que el más cercano en aquella época estaba en René Olivares con Faustino Sarmiento, como a unas 4 cuadras de la casa. Otra cosa que nos molestaba mucho era que el paradero de las micros estaba en 3 Poniente, unas 10 o 12 cuadras «más allá», entonces como las casas nuevas estaban 10 o 12 cuadras «más acá» a los choferes sólo les interesaba pasar a recoger pasajeros, pero nunca pasar a dejarlos. Mis primeros regresos del colegio siempre incluyeron 10 o 12 cuadras de caminata desde el «más allá» hasta el «más acá». Era terrible!. Con los años y el avance indiscriminado de casas a los perlas tuvieron que hacerles una nueva central de paraderos cerca de nuestras casas y ahí se acabaron los problemas. Hasta ese año yo nunca había andado solo (sin mis papás o alguien grande) en micro, pero a partir de ese año, mi nuevo colegio y la distancia que había entre Maipú y Providencia me obligaron a salir del «cascarón del colegio cerca de la casa».

Hay algo que nunca olvidaré de ese primer medio verano en Maipú: hice mi primer amigo. Era una tarde más en «MI» plaza cuando noté que comenzó a rodearme otro niño en bicicleta. Yo, tímido como he sido toda mi vida, sólo lo miraba de reojo. De pronto y sin más  se paró frente a mí, me saludó y se presentó. Dijo que se llamaba Carlos y que vivía en Cabo de Hornos con Glorias Navales. Yo fui muy serio y apático así que no creo que él me haya considerado su amigo aquel día, pero en el fondo yo sí lo hice y no me importaba si él así lo había entendido. Yo había hecho un amigo y nada más importaba.

Quizás esa fue toda mi amistad con ese niño, pues después conocí a dos nuevos amigos que eran hermanos y vivían en mi mismo pasaje. Con ellos sí que pasé aventuras, además, ya de grandes, Carlos siempre me cayó mal, nunca formó parte del núcleo de «amigos verdaderos» de la plaza. Más tarde él se hizo amigo de un gordito hijo de una peluquera a la que cariñosamente llamábamos «Aniquiladora». Con mis amigos siempre fuimos buenos para ponerles sobrenombres a la gente y si le pusimos apodo a la mamá del gordito era obvio que a la pareja que conformaba con Carlos también había que bautizarla. Les llamamos «Los Dos Perros Tontos».

Pero como decía, al pasaje Quelco llegaron dos hermanos. El Julio y el Gabriel. Eso sí que fue amistad po! Incluso llegamos a tener nuestra propia sociedad comercial. Resulta que con el Julio teníamos una visión de emprendedores, a pesar de nuestros escasos 11 y 12 años, pues no sólo vimos en nuestros hermanos de 7 y 8 años a nuestros «empleados», sino que también fuimos visionarios al ser los primeros en la villa que nos atrevimos a meternos en las parcelas aledañas a nuestras casas con el fin de «tomar» verduras y revenderlas a nuestros vecinos. Decidimos así dedicarnos al rubro de las cebollas. Nosotros las recolectábamos y nuestros hermanos las vendían casa por casa en la módica suma de tres por cien pesos. Nos fue bien, sobre todo cuando firmamos un contrato con el primer negocio que abrió cerca de nuestras casas. Comenzamos a vender por mayor!. Todo iba bien. Con las ganancias compramos muchos chocolates y la Señora Alicia, dueña del almacen al que abastecíamos, vendía cebollas frescas y de buena calidad.

Pronto otros niños y amigos pseudo emprendedores quisieron imitarnos. Después fueron adultos. Incluso la misma Señora Alicia vio la oportunidad de romper nuestro acuerdo económico y comenzó a ir ella misma por cebollas y otras verduras. Hasta ahí llegó todo. Los dueños de las parcelas se percataron de lo sucedido y enviaron a un ejército de campesinos que a punta de escopeta corretearon a todo aquel que se atreviera a cruzar el límite de la propiedad privada. Fue el auge y caída del imperio de las cebollas. Bajón.

Se podría decir que ese primer medio verano en Maipú fue idílico. Todo era nuevo. Nuevo y bueno. Comencé a hacer amigos, salía  a jugar a la calle (en la casa vieja casi no salía) y al Super Nintendo le llegaba a salir humito de tanto jugar. Todo fue bonito. Todo salvo una «aclaración» muy poco atinada que nos hizo a mí y a mi hermano nuestra abuela: «esta casa no es de ustedes, pero la van a cuidar como si lo fuera, me oyeron». No sé porqué, pero ese día me puse a llorar. Nunca se lo contamos a mi mamá.

(Continuará)

Un pensamiento en “Maipú: 1994 – 2015 (Capítulo Cero y Capítulo I)

  1. Me declaro un maipucino de tomo y lomo, llegué a vivir al lugar con 4 años y a la villa que llegamos contaba con un par de cuadras para un lado y otro par de cuadras hacia el otro. El resto eran potreros. Nuestro campo de juegos era literalmente campo, íbamos a los potreros y quizás ahora suene cochino pero en algún momento hasta en los canales de regadíos capeábamos el calor. Tu historia me suena muy familiar, salvo por el tema de las micros… yo vivía en tres poniente, pero recuerdo cuando antes de que el terminal de buses ocupara toda la manzana entre René Olivares y Silva Carvallo ahí había una cancha de tierra a la que íbamos los fines de semana con mi papá.
    Me gustó tu blog.
    Saludos.-

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